Aprendamos de los errores
Un artículo de
Dr. César Carballo
Adjunto de Urgencias Hospital Ramón y Cajal
Hasta ahora, no nos habíamos enfrentado a un virus con esta capacidad de propagación, ni de daño. Cada año sufríamos (y lo digo en pasado), el embate de la ola epidémica de gripe, asumiendo que causaría, según los años y las características de los virus, un número de bajas controladas. Ahora, hemos comprobado cómo asumimos de una forma, en mi opinión, poco ética, unas premisas que han demostrado ser falsas. Desde que aprendimos medicina, nos enseñaron que la gripe era algo natural. Ofrecíamos en el altar del ‘Dios virus de la gripe’ unas 6-8 mil vidas humanas, las más frágiles, y pensábamos que era ley de vida. Tuvo que venir un virus de Wuhan, y obligarnos a protegernos para enseñarnos que, simplemente, con mascarillas faciales en invierno las bajas de la gripe podrían haberse minimizado.
Llevamos dos años con la pandemia de COVID y, prácticamente, no ha habido muertos a causa de la gripe. Era realmente tan fácil… ¿por qué no hicimos nada para evitarlo?, asumimos unas bajas “no molestas”, porque se trataba de los más débiles: los ancianos, los inmunodeprimidos, los pacientes con patologías crónicas… los médicos tenemos que hacer también autocrítica, ¿por qué no miramos a otras culturas que sí se protegían de forma casi ancestral como Japón, y en donde las bajas de la gripe eran mucho más controladas?, ¿Dónde estaban nuestros sistemas de salud pública?
Un sistema de red centinela no es la solución
Nos contentamos con un sistema de red centinela, que lo único que hacía era contar casos y bajas, pero en ningún momento fue un sistema proactivo (ni siquiera reactivo). Nos conformamos con unos índices de vacunación altos en personas mayores, y muy pobre entre el personal sanitario (menos de un 30% en algunos casos). Con una eficacia de vacunación en algunos casos menor del 50%, lo cual no aceptaríamos de ninguna vacuna COVID hoy en día, lo que generaba unas bajas, entre los que no levantaban inmunidad, de miles de muertos anuales. Pero eran bajas asumibles.
Tenemos que hacer autocrítica todos, los sistemas de salud pública que nunca plantearon el enmascaramiento de la población para minimizar contagios, y los sanitarios que tampoco supimos dejar de aceptar como inevitables unas bajas que a final lo eran.
También tenemos que aprender de nuestros errores al principio de la pandemia. Es cierto que el tsunami de casos nos pasó por encima, y sobrepasó la capacidad de los recursos sanitarios para atender a todos los pacientes que venían graves, necesitando hospitalización.
Desesperadamente, buscábamos un tratamiento que pudiese mejorar el pronóstico de los pacientes. Sobre todo, mayores y pacientes con patologías previas, que en nuestra sociedad envejecida eran muy numerosos y con un pronóstico muy malo. Hay que recordar que, antes de la aparición de las vacunas, la mortalidad del COVID en rangos de edad de mayores de 80 años era superior al 20%, así que cada día asistíamos impotentes a cómo nuestros mayores fallecían a decenas en nuestros hospitales.
¿Cómo mejorar sin evidencias científicas?
Cada mañana revisábamos evidencia científica por mínima que fuera para encontrar tratamientos que nos ayudasen a mejorar el pronóstico de los pacientes. En aquellos primeros días, dos tratamientos parecían destacar del resto en cuanto a eficacia: eran la hidroxicloroquina y una combinación de antivirales que se utilizaban en el tratamiento del VIH (lopinavir-ritonavir).
Los escasos casos evidenciados en revistas como el New England Journal of Medicine o el LANCET los tomábamos como ejemplo a seguir y, aunque la evidencia era débil, parecía favorecer el uso de esos tratamientos.
A los pacientes de esa primera ola en su gran mayoría, en los primeros meses, se les trató con esa combinación de fármacos. Más tarde se demostrarían ineficaces, y con numerosos efectos secundarios. Todos los días teníamos que revisar listas de contraindicaciones para no hacer más daño que beneficio. Pero es muy posible que muchos pacientes sufrieran esos efectos secundarios de unos fármacos que demostraron no ser eficaces.
¿Qué haríamos ahora? Optaríamos por no poner un tratamiento que podría ser beneficioso y salvar la vida del paciente, por no haber una evidencia lo suficientemente fuerte para avalarlo. La respuesta está en la frase que debe guiar nuestras acciones como médicos, y que nos enseñaron los padres de la medicina: “Primun non nocere”, es decir, lo primero no hacer daño.
¿Hemos aprendido la lección?
Me gustaría decir que así es, pero cuando revisamos la evidencia que guía algunas de nuestras acciones presentes surgen dudas de que así sea.
Actualmente, hay mandatos de vacunas que no se basan en evidencia contrastada, lo que aviva un encendido debate entre la comunidad científica. Ello se traslada a la ciudadanía lo que, a su vez, resiente la confianza en las autoridades sanitarias (tan necesaria en estos momentos). La vacunación ha sido clave para afrontar esta pandemia. Aunque a día de hoy las vacunas todavía no nos pueden asegurar la victoria contra el virus, han minimizado las bajas que, de otro modo con las actuales variantes, hubieran sido catastróficas. Aún hay gente en nuestro país que desconfía de ellas y no se ha vacunado, pero gracias a la confianza de la población en sus referentes científicos, y en las autoridades sanitarias, nuestro país es líder de vacunación a nivel mundial.
Ahora es el momento de un debate sosegado y calmado, analizando aciertos y errores en la gestión de la pandemia, en los protocolos sanitarios que se siguieron y que se siguen. Sin buscar culpables, solo buscando acciones de mejora y aprender de nuestros errores. Es el primer paso para no volver a cometerlos.
Desgraciadamente, nuestro país hoy en día ha sufrido ya seis olas y se han cometido los mismos errores que se cometieron en la primera: subestimar al virus, falta de preparación y falta de estrategia son algunos de ellos. Hay que decir que el mundo sanitario sí ha aprendido mucho de las experiencias anteriores. Los tratamientos son más dirigidos y contrastados, sabemos más del virus, y empiezan a aparecer antivirales con contrastada evidencia que pueden ayudarnos a tratar los casos más severos, lo cual minimizaría la morbimortalidad.
Es el momento de facilitar un debate sincero y honesto sobre errores cometidos y experiencia aprendida, a todos los niveles, para que los que nos han dejado, víctimas de esta pandemia, no lo hayan hecho en vano.